Ya son prácticamente cinco años desde que dejé mi plaza de funcionario para iniciar un nuevo proyecto profesional en el ámbito privado. Lo hice prácticamente a la vez que se desencadenaba la crisis que ha protagonizado nuestras vidas en los últimos años. Estoy prácticamente seguro de que si hubiera tardado seis meses en tomar la decisión de dejar la función pública no lo hubiera hecho. La inseguridad, el miedo hubiera sido demasiado grande. Así que estoy agradecido de no saber en aquel momento la que se venía encima porque eso me hubiera imposibilitado realizar el viaje en el que estoy inmerso.

De haber conocido el entorno económico en que me iba a desenvolver y la situación de cuasi estrangulamiento presupuestario de las administraciones públicas (a las que dedico aproximadamente un 75% de mi trabajo), no hubiera podido comprobar cómo era posible salir adelante a pesar de cualquier pronóstico.
Esto me lleva a reflexionar sobre alguna de las premisas en que se basa nuestra cultura de planificación. La planificación parte de la ficción de pensar que el ser humano es capaz de predecir el futuro. Así comienzo las actividades formativas relacionadas con la planificación. Luego paso a explicar las herramientas y las metodologías para hacer una planificación eficiente. Mi visión de la gestión y de todas las herramientas que la hacen más efectiva es totalmente instrumental. Lo importante es al servicio de qué está esa gestión. En demasiadas ocasiones me encuentro con la cuestión al revés, es la organización la que está al servicio de la gestión. Esto se manifiesta en procedimientos farragosos cuyo sentido muy pocos parecen comprender, en sistemas de calidad que son como Pinocho sin el soplo de vida del Hada: bonitos pero muertos.
Nos engañamos cuando pensamos que las herramientas rigurosas, lógicas y muy bien estructuradas, son capaces de hacer que la realidad tenga rigor, lógica y estructura. Por eso, la mejor planificación es la que se cuestiona continuamente. La que redefine objetivos y metas de manera sistemática. Para mi, la planificación útil es la que nos ayuda a cuestionar lo que hacemos y para qué lo hacemos. La planificación que encorseta nos convierte en sus esclavos.
Por su naturaleza racionalista, la planificación vive al margen del mundo relacional, del mundo emocional. Por eso, cuando adquiere un protagonismo excesivo nos encontramos frecuentemente con las enormes dificultades para que lo planificado se haga realidad. El buen gestor desplegará todas sus habilidades para vencer las resistencias que surgen sin entender que, cuanto más presiona, más fuerte serán esas resistencias. Entonces desesperará de la gente que tiene, de lo poco comprometida que está, de la falta de implicación,…. quizás os suene.
Planificar sí, para ayudarnos a reflexionar sobre lo que queremos y qué hacer para lograrlo. Planificar sí como herramienta para incorporar procesos de reflexión colectiva, como instrumento para comunicar mejor lo que buscamos y cómo hemos pensado alcanzarlo. Pero siempre dispuestos a cuestionar lo planificado, a reflexionar sobre qué hace que algo aparentemente adecuado no termine de salir adelante, a mirar nuestra organización como un sistema que no podemos predecir pero que si somos capaces de escuchar puede ayudarnos a lograr lo que buscamos, aunque no sea por el camino inicialmente planificado.
Liderar el cambio implica mucho más que planificarlo, supone poner al servicio de ese cambio deseado la propia planificación. Si el peso de la planificación se hace excesivo el liderazgo desaparece para reducirse a la mera gestión de lo planificado.